>DEO ENDOVELICO

>Nunca he llegado a entender del todo las razones que llevan a los españoles a ser espíritus tan contradictorios.
Por un lado, recelamos de todo lo que viene de fuera; entendiendo como «fuera» todo aquello que no pertenezca a nuestro círculo más cercano.
Es ver entrar un rostro nuevo en nuestro bar y nos entra una especial carraspera, un dolorcillo de cabeza leve pero constante del que pronto culparemos a esos tipos raros que vete tú a saber de dónde vienen.
Y por otro, cuando ese algo extraño se acerca, en función de su fuerza, nos ataca una especie de amnesia defensiva.
Somos capaces de adoptar sus costumbres, su cultura, sus hábitos y repudiar los nuestros hasta llegar a ser más romanos que el mismísimo César.
A las pruebas me remito; sea cual fuere el pueblo que pasare por la piel de toro, aquí se quedare y suya la hiciere.
Quizá sea por eso que en las escuelas un estudiante medio de secundaria sabe infinitamente más sobre los faraones que sobre los Tartessos, más sobre los Sioux que sobre los Celtas e infinitamente más sobre los vikingos que sobre los íberos.
Somos así, y seguro que los que más despreciaron a los íberos «viejos» fueron precisamente los íberos culturizados; los que más persiguieron a los celtas, fueron los celtas romanizados; y así hasta el infinito y más allá.
Es por eso que el orgullo patrio casi se ha extinguido, los ecos franco-fascistas se han perdido en los ecos de la historia y aquello de la furia española ya no se lo traga nadie.
Así que a base de autodenostar nuestros ancestros, hemos olvidado que éramos la resultante de la mezcla entre  íberos, unos tipos bajitos, mal carados y desconfiados; celtas unas gentes altas, fuertes y aguerridas y todo pueblo que pisó esta tierra.
En fin, unos seres atrasados que ofrecían exvotos a sus dioses para que obrase un milagro sobre la parte de su anatomía dolorida y representada en el exvoto mientras que en Roma, Grecia y Arabia tenían filósofos, monjes, matemáticos y un sinfín de sabios a los que un íbero cualquiera habría tildado de loco majareta y afeminado.
Pero algo tendría esta tradición que gustaba a la iglesia, tanto que inteligentemente la adoptó convenientemente maquillada y que aun hoy perdura.
Consiste en ofrecer a un santo a a una virgen la representación en cera de aquel órgano cuya salud se desea reparar.
Solo cabe aclarar por qué los clérigos cristianos prefirieron los exvotos de tan carísimo material para la época, cera, cuando los íberos eran de bronce o barro.
Y del imaginario religioso de aquellos ilustres ancestros uno brillaba más que el resto, uno habitaba los puntos más altos del firmamento de los dioses a los que rendían pleitesía.
Se llamaba Endovélico y era de tal relevancia que su culto perduró hasta el 400 de nuestra era.
Los mandatarios romanos cuando venían a Iberia le rendían culto y le cumplían votos a cambio de favores en pro de familiares y amigos.
Y como poco o nada se sabe del culto a tal portento, lo único que nos queda es su rostro representado sobre todo en medallones y monedas, y su silueta de jinete armado con una lanza.
Esta última forma de mostrar al dios fue recuperada en la España de la posguerra en las monedas de diez céntimos llamadas «perras gordas».
La absoluta carencia de templos o restos de templos o restos de piedras de las que formar restos de templos nos lleva a pensar que no era un rito ostentoso, que el bueno de Endovellico no era un dios de grandes alardes.
Supuestamente se presentaba a sus oráculos en lugares reducidos, en agujeros subterráneos y allí les expresaba sus mandatos.
Cuando desapareció, nos dejó solos a merced de unos dioses crueles y despiadados que piden, exigen, reprenden y condenan y que no dan ni curan nada.